CARTA
APOSTÓLICA
ROSARIUM VIRGINIS
MARIAE
DE SAN
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS
FIELES
SOBRE EL SANTO ROSARIO
INTRODUCCIÓN1. El Rosario de la
Virgen María, difundido gradualmente en
el segundo Milenio bajo el soplo del
Espíritu de Dios, es una oración
apreciada por numerosos Santos y
fomentada por el Magisterio. En su
sencillez y profundidad, sigue siendo
también en este tercer Milenio apenas
iniciado una oración de gran
significado, destinada a producir frutos
de santidad. Se encuadra bien en el
camino espiritual de un cristianismo
que, después de dos mil años, no ha
perdido nada de la novedad de los
orígenes, y se siente empujado por el
Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc
in altum!), para anunciar, más aún,
'proclamar' a Cristo al mundo como Señor
y Salvador, «el Camino, la Verdad y la
Vida» (Jn14, 6), el «fin de la
historia humana, el punto en el que
convergen los deseos de la historia y de
la civilización».
[1]
El Rosario, en
efecto, aunque se distingue por su
carácter mariano, es una oración
centrada en la cristología. En la
sobriedad de sus partes, concentra en sí
la profundidad de todo el mensaje
evangélico, del cual es como un
compendio.[2]
En él resuena la oración de María, su
perenne Magnificat por la obra de
la Encarnación redentora en su seno
virginal. Con él, el pueblo cristiano
aprende de María a contemplar la
belleza del rostro de Cristo y a
experimentar la profundidad de su amor.
Mediante el Rosario, el creyente obtiene
abundantes gracias, como recibiéndolas
de las mismas manos de la Madre del
Redentor.
Los Romanos
Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le
han atribuido gran importancia muchos de
mis Predecesores. Un mérito particular a
este respecto corresponde a León XIII
que, el 1 de septiembre de 1883,
promulgó la Encíclica Supremi
apostolatus officio,
[3]
importante declaración con la cual
inauguró otras muchas intervenciones
sobre esta oración, indicándola como
instrumento espiritual eficaz ante los
males de la sociedad. Entre los Papas
más recientes que, en la época
conciliar, se han distinguido por la
promoción del Rosario, deseo recordar al
Beato Juan XXIII[4]
y, sobre todo, a PabloVI, que en la
Exhortación apostólica
Marialis cultus,
en consonancia con la inspiración del
Concilio Vaticano II, subrayó el
carácter evangélico del Rosario y su
orientación cristológica.
Yo mismo, después, no
he dejado pasar ocasión de exhortar a
rezar con frecuencia el Rosario. Esta
oración ha tenido un puesto importante
en mi vida espiritual desde mis años
jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi
reciente viaje a Polonia, especialmente
la visita al Santuario de Kalwaria. El
Rosario me ha acompañado en los momentos
de alegría y en los de tribulación. A él
he confiado tantas preocupaciones y en
él siempre he encontrado consuelo. Hace
veinticuatro años, el 29 de octubre de
1978, dos semanas después de la elección
a la Sede de Pedro, como abriendo mi
alma, me expresé así: «El Rosario es mi
oración predilecta. ¡Plegaria
maravillosa! Maravillosa en su sencillez
y en su profundidad. [...] Se puede
decir que el Rosario es, en cierto modo,
un comentario-oración sobre el capítulo
final de la Constitución
Lumen gentium
del Vaticano II, capítulo que trata de
la presencia admirable de la Madre de
Dios en el misterio de Cristo y de la
Iglesia. En efecto, con el trasfondo de
las Avemarías pasan ante los ojos
del alma los episodios principales de la
vida de Jesucristo. El Rosario en su
conjunto consta de misterios gozosos,
dolorosos y gloriosos, y nos ponen en
comunión vital con Jesús a través
–podríamos decir– del Corazón de su
Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón
puede incluir en estas decenas del
Rosario todos los hechos que entraman la
vida del individuo, la familia, la
nación, la Iglesia y la humanidad.
Experiencias personales o del prójimo,
sobre todo de las personas más cercanas
o que llevamos más en el corazón. De
este modo la sencilla plegaria del
Rosario sintoniza con el ritmo de la
vida humana ».[5]
Con estas
palabras, mis queridos Hermanos y
Hermanas, introducía mi primer año de
Pontificado en el ritmo cotidiano
del Rosario. Hoy, al inicio del
vigésimo quinto año de servicio como
Sucesor de Pedro, quiero hacer lo
mismo. Cuántas gracias he recibido de la
Santísima Virgen a través del Rosario en
estos años: Magnificat anima mea
Dominum! Deseo elevar mi
agradecimiento al Señor con las palabras
de su Madre Santísima, bajo cuya
protección he puesto mi ministerio
petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 -
Octubre 2003: Año del Rosario
3. Por eso, de
acuerdo con las consideraciones hechas
en la Carta apostólica
Novo millennio
ineunte,
en la que, después de la experiencia
jubilar, he invitado al Pueblo de Dios «
a caminar desde Cristo »,[6]
he sentido la necesidad de desarrollar
una reflexión sobre el Rosario, en
cierto modo como coronación mariana de
dicha Carta apostólica, para exhortar a
la contemplación del rostro de Cristo en
compañía y a ejemplo de su Santísima
Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es
en realidad contemplar con María el
rostro de Cristo. Para dar mayor
realce a esta invitación, con ocasión
del próximo ciento veinte aniversario de
la mencionada Encíclica de León XIII,
deseo que a lo largo del año se proponga
y valore de manera particular esta
oración en las diversas comunidades
cristianas. Proclamo, por tanto, el año
que va de este octubre a octubre de 2003
Año del Rosario.
Dejo esta indicación
pastoral a la iniciativa de cada
comunidad eclesial. Con ella no quiero
obstaculizar, sino más bien integrar y
consolidar los planes pastorales de las
Iglesias particulares. Confío que sea
acogida con prontitud y generosidad. El
Rosario, comprendido en su pleno
significado, conduce al corazón mismo de
la vida cristiana y ofrece una
oportunidad ordinaria y fecunda
espiritual y pedagógica, para la
contemplación personal, la formación del
Pueblo de Dios y la nueva
evangelización. Me es grato reiterarlo
recordando con gozo también otro
aniversario: los 40 años del comienzo
del Concilio Ecuménico Vaticano II (11
de octubre de 1962), el «gran don de
gracia» dispensada por el espíritu de
Dios a la Iglesia de nuestro tiempo.[7]
Objeciones
al Rosario
4. La oportunidad de
esta iniciativa se basa en diversas
consideraciones. La primera se refiere a
la urgencia de afrontar una cierta
crisis de esta oración que, en el actual
contexto histórico y teológico, corre el
riesgo de ser infravalorada injustamente
y, por tanto, poco propuesta a las
nuevas generaciones. Hay quien piensa
que la centralidad de la Liturgia,
acertadamente subrayada por el Concilio
Ecuménico Vaticano II, tenga
necesariamente como consecuencia una
disminución de la importancia del
Rosario. En realidad, como puntualizó
Pablo VI, esta oración no sólo no se
opone a la Liturgia, sino que le da
soporte, ya que la introduce y la
recuerda, ayudando a vivirla con plena
participación interior, recogiendo así
sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también
quien teme que pueda resultar poco
ecuménica por su carácter marcadamente
mariano. En realidad, se coloca en el
más límpido horizonte del culto a la
Madre de Dios, tal como el Concilio ha
establecido: un culto orientado al
centro cristológico de la fe cristiana,
de modo que «mientras es honrada la
Madre, el Hijo sea debidamente conocido,
amado, glorificado».[8]
Comprendido adecuadamente, el Rosario es
una ayuda, no un obstáculo para el
ecumenismo.
Vía de
contemplación
5. Pero el motivo más
importante para volver a proponer con
determinación la práctica del Rosario es
por ser un medio sumamente válido para
favorecer en los fieles la exigencia
de contemplación del misterio cristiano,
que he propuesto en la Carta Apostólica
Novo millennio
ineunte
como
verdadera y propia 'pedagogía de la
santidad': «es necesario un cristianismo
que se distinga ante todo en el arte de
la oración».[9]
Mientras en la cultura contemporánea,
incluso entre tantas contradicciones,
aflora una nueva exigencia de
espiritualidad, impulsada también por
influjo de otras religiones, es más
urgente que nunca que nuestras
comunidades cristianas se conviertan en
«auténticas escuelas de oración».[10]
El Rosario forma
parte de la mejor y más reconocida
tradición de la contemplación cristiana.
Iniciado en Occidente, es una oración
típicamente meditativa y se corresponde
de algún modo con la «oración del
corazón», u «oración de Jesús», surgida
sobre el humus del Oriente
cristiano.
Oración por la
paz y por la familia
6. Algunas
circunstancias históricas ayudan a dar
un nuevo impulso a la propagación del
Rosario. Ante todo, la urgencia de
implorar de Dios el don de la paz.
El Rosario ha sido propuesto muchas
veces por mis Predecesores y por mí
mismo como oración por la paz. Al
inicio de un milenio que se ha abierto
con las horrorosas escenas del atentado
del 11 de septiembre de 2001 y que ve
cada día en muchas partes del mundo
nuevos episodios de sangre y violencia,
promover el Rosario significa sumirse en
la contemplación del misterio de Aquél
que «es nuestra paz: el que de los dos
pueblos hizo uno, derribando el muro que
los separaba, la enemistad» (Ef
2, 14). No se puede, pues, recitar el
Rosario sin sentirse implicados en un
compromiso concreto de servir a la paz,
con una particular atención a la tierra
de Jesús, aún ahora tan atormentada y
tan querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial
de nuestro tiempo, que requiere una
urgente atención y oración, es el de
la familia, célula de la sociedad,
amenazada cada vez más por fuerzas
disgregadoras, tanto de índole
ideológica como práctica, que hacen
temer por el futuro de esta fundamental
e irrenunciable institución y, con ella,
por el destino de toda la sociedad. En
el marco de una pastoral familiar más
amplia, fomentar el Rosario en las
familias cristianas es una ayuda eficaz
para contrastar los efectos desoladores
de esta crisis actual.
« ¡Ahí tienes a
tu Madre! » (Jn 19, 27)
7. Numerosos signos
muestran cómo la Santísima Virgen ejerce
también hoy, precisamente a través de
esta oración, aquella solicitud materna
para con todos los hijos de la Iglesia
que el Redentor, poco antes de morir, le
confió en la persona del discípulo
predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu
hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas
las distintas circunstancias en las que
la Madre de Cristo, entre el siglo XIX y
XX, ha hecho de algún modo notar su
presencia y su voz para exhortar al
Pueblo de Dios a recurrir a esta forma
de oración contemplativa. Deseo en
particular recordar, por la incisiva
influencia que conservan en el vida de
los cristianos y por el acreditado
reconocimiento recibido de la Iglesia,
las apariciones de Lourdes y Fátima,[11]
cuyos Santuarios son meta de numerosos
peregrinos, en busca de consuelo y de
esperanza.
Tras las
huellas de los testigos
8. Sería imposible
citar la multitud innumerable de Santos
que han encontrado en el Rosario un
auténtico camino de santificación.
Bastará con recordar a san Luis María
Grignion de Montfort, autor de un
preciosa obra sobre el Rosario[12]
y, más cercano a nosotros, al Padre Pío
de Pietrelcina, que recientemente he
tenido la alegría de canonizar. Un
especial carisma como verdadero apóstol
del Rosario tuvo también el Beato
Bartolomé Longo. Su camino de santidad
se apoya sobre una inspiración sentida
en lo más hondo de su corazón: « ¡Quien
propaga el Rosario se salva! ».[13]
Basándose en ello, se sintió llamado a
construir en Pompeya un templo dedicado
a la Virgen del Santo Rosario colindante
con los restos de la antigua ciudad,
apenas influenciada por el anuncio
cristiano antes de quedar cubierta por
la erupción del Vesuvio en el año 79 y
rescatada de sus cenizas siglos después,
como testimonio de las luces y las
sombras de la civilización clásica.
Con toda su obra y,
en particular, a través de los «Quince
Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el
meollo cristológico y contemplativo del
Rosario, que ha contado con un
particular aliento y apoyo en León XIII,
el «Papa del Rosario».